jueves, 27 de diciembre de 2007

Murió de frío

Si quieres te cuento la historia de la niña a la que gustaba el invierno y murió de frío. Era monosílaba, la muy imbécil. Nunca supo hacer nada bien, así que no se decidió por el sí, pero tampoco se hizo amiga del no. Y pensar que nunca se bañó en el mar porque le daban miedo los tiburones... Pobre. Sólo cuando la recuerdo soy realmente consciente de lo absurda que fue su existencia y, por más vueltas que le doy, lo único que consigo justificar es su final. Tal vez no se trate de buscarle un porqué. A lo mejor era, simplemente, uno de esos fantasmas que vuelve para convencerse a sí mismo de que podría haber tenido una vida más patética, con aspiraciones en números negativos siendo un genio de las matemáticas. A veces me llamaba por teléfono. Yo era incapaz de brindarle más que aquella típica y monótona conversación de todos los seres humanos: “Sí, claro, vale, bien”, e ir tirando. No tenía ganas de escucharla. Pero nunca se quejó. Era algo desconcertante. En más de una ocasión me pregunté qué pasaba por su cabeza, en qué estaría pensando. Como para creer que podría estar empezando a preocuparme por ella. Sus ojos no me decían nada. Era algo ciertamente irritante. Siempre hablaba con el mismo tono de voz, daba igual lo que quisiera decirme. Sus palabras parecían las de un presentador de telediario que quisiera haber estudiado Derecho. Y no le gustaba volar, ni soñar, ni las mariposas. No le gustaba nada que no se llamase invierno. El frío se comía sus huesos cuando llegaba su estación, la nieve cubría su cabello de canas, las luces reflejaban su brillo en las lágrimas que se inventaba. Era sólo entonces cuando se quitaba su disfraz, ya no necesitaba abrigo. No dependía de las carcajadas, de las flores, de las personas. Dependía de sí misma; por eso murió, porque dependía del frío polar que sacudía su corazón con simples parpadeos; por eso nunca se enamoró, porque la escarcha era un enemigo difícil de vencer; por eso nunca sonrió, porque el viento del norte enredaba en su pelo las piezas del puzzle de una vida que no escogió vivir. Dependía de su propio miedo y, un día, se esfumó, porque sé quedó sin nada, porque creyó haberlo perdido todo.

“- Era fuerte… No lloraba cuando se daba cuenta de los mensajes de amor que le quedaban por escribir en los postes telefónicos.
- Más bien era gilipollas.
- ¿La echas de menos?
- No.- Pero sí se puede echar de menos a las cosas que nunca han sucedido, pero sí se puede echar de menos a las cosas que se ven, que se tienen.
- ¿Y tú?
- Tampoco.”
Mentí en su despedida. Y era yo.


*

martes, 25 de diciembre de 2007

Desoí todas las voces

“Vuélvete sobre tus pasos”, murmuró con una voz alicaída, rota, que resonó únicamente en su cabeza. Se deshacía en lágrimas silenciosamente y ya era demasiada nieve la caída sobre sus hombros. El otoño se había cobrado sus correspondientes víctimas, corazones temerosos de saltar al vacío, y un invierno gris sólo conseguía matar de frío, de tristeza. “No se pierde toda la esperanza. Jamás”, le grité con la mirada perdida entre las baldosas de cualquier suelo. Pero ella no me miraba, nunca lo ha hecho, ella sólo es capaz de advertir que él ha dejado de mirarla. Canta, grita, se maldice, se lamenta; pero no me ve a mí, justo a su lado, siempre cantando, gritando, maldiciéndome, lamentándome. Siempre, que es nunca, y viceversa. Mientras ella se reía de Dios sabe qué, yo me limitaba a desear ser, simplemente, ese reloj de correa azul que siempre ha llevado en su muñeca derecha, para que la sangre se me acumulase en las mejillas cada vez, cada segundo, que mis manecillas se fundieran con sus ojos. Mientras ella contaba las estrellas de cada constelación, más tarde de cada galaxia, yo, silencioso, me inventaba el número de botones de su blusa que podrían desabrocharse. Y, mientras ella saltaba sobre los charcos que dejaba la melancolía, siempre con botas de agua, yo era el encargado de vaciarme de toda tristeza, para que ella atravesase sus barrizales, risueña.
No. No me volví sobre mis pasos. Desoí todas las voces. Me olvidé de la esperanza, del jamás, del para siempre. Quizá el cobarde sepa mejor que el valiente en qué consiste la valentía.

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domingo, 23 de diciembre de 2007

O no

No nos quedará nada, y será entonces cuando debamos sonreír y fingir que todo sigue como antes, que las cosas no han cambiado. En absoluto. No voy a ser yo quien te asegure que si lloras todo volverá a ser como antes, no voy a ser yo quien te asegure que si ríes todo volverá a ser como antes. Pero llora con un llanto tranquilo, sin desbordarte, que el corazón te marque las pulsaciones de todos los días, más una. Pero ríe como si la vida te fuese en ello, superpon tu risa al canto del temblor de tus manos, igual que siempre. Si no entra en tus planes morirte de pena, puedes comprarte un paraguas, o unas botas de agua. Pero, por favor, no creas que dará resultado. ¿Quién? Dime, ¿quién va a romperme las ilusiones ahora que estás tú? Me da miedo no fracasar.
Y no voy a callarme, porque me faltan dos infartos para que se me termine el bonobús.
Y no voy a bajarme, porque me sobran las ganas de verte, sin saber qué hacer.
Y no voy a dejarte, pero no sé porqué. Sigo sin saber porqué. O no.

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