sábado, 19 de enero de 2008

No es una respuesta

El paso del tiempo había dejado huellas en su rostro, en su piel. Tenía las manos repletas de finas líneas que formaban arrugas. Éstas describían figuras inauditas, insólitas, abstractas, a las que a menudo buscaba un significado. Había encontrado ya un león, un globo aerostático, una cesta de la compra y un par de sombrillas de esas que llenan las playas en verano y desaparecen en septiembre, como todo. Luisa tenía la mirada perdida entre recuerdos de un pasado feliz que terminó siendo presente triste, futuro incierto; el corazón gastado de no saber cómo dar amor, de no querer recibirlo; la vida en las manos, como un puñado de arena, deshaciéndose, evadiéndose; el cabello de plata, que añadía, a simple vista, a sus cincuenta y tantos inviernos algunos más. Procuraba no tener tiempo libre, para no echar la vista atrás, mucho menos hacia delante. Sin embargo, cuando le sobraban los minutos, arrancaba canciones, acordes, al gran piano del salón (que, por mucho que se limpiase, nunca perdía el polvo). Era color azabache, de una marca famosa que no mencionaré, con teclas delgadas y blancas, como todo piano que se precie. Luisa cultivaba desde bien pequeña su gusto por la música clásica, por una buena ópera, quizá alguna de las sonatas de Beethoven. Eso sí, si le dabas a elegir su preferida, Luisa escogía la marcha nupcial que nunca necesitó: “Lohengrin” del maestro alemán Richard Wagner, o bien el archiconocido y emotivo ballet “Lebedinoje osero” de Tchaikovsky. Aunque, bien es cierto, tenía otra gran pasión: la pintura. Pintaba sólo cuando tenía tristeza que llorar. Sus trazos eran suaves, casi no se atrevía a rozar el lienzo con el pincel, y siempre en tonos pastel, claros. Cada composición que realizaba era una brillante mezcla de sentimientos, llena de luz, bella, compleja. Aunque, como casi siempre suele ocurrir con los genios, se guardaba su arte para sí misma. Quién sabe si por temor a fracasar o a gustar demasiado. Luisa había visto ya tantas cosas que se mentía a sí misma diciéndose que no le quedaba nada por vivir. En más de una ocasión se daría cuenta de que nadie es tan dichoso, o tan desdichado. Luisa caminaba los viernes por el paseo que abrazaba al río Guadalquivir. Iba tranquila, con la cabeza perdida entre las nubes, con la mirada rodeada de cuestiones. “¿Por qué?” era su preferida, quizá porque no le hallaba respuesta. Miente quien dice que no se ha preguntado a sí mismo porqué, como mínimo, una vez en toda su vida. Y, posiblemente mienta también quien dice que sabe la respuesta. No se limitaba a seguir el camino de baldosas amarillas. Nunca dejaba que nadie le dictase qué debía hacer, y mucho menos el personaje de una película, puede que lo permitiese si perteneciese a un buen libro. Puede. Creía que cuando llovía era porque lloraban las nubes. Cuando era pequeña se preguntaba quién las hacía llorar, y más de una vez se culpó inocentemente. Jugar con los charcos nunca le cansaba, le gustaba sentir, clavadas en su espalda, las miradas de desaprobación que le lanzaba la gente. Luisa quiso haber nacido en ningún lugar. Cuando le preguntaban por su ciudad natal, decía “Yo soy de todas partes”. Y, en el fondo, era cierto. En su juventud había sido reportera de guerra de un canal de televisión inglés. Había viajado como nadie, descubierto aquello que el resto no podía ni imaginar, ayudado como todos pensaban que lo hacían. Se estremecía cada mañana de las que permanecía en países conflictivos y lloraba amargura cada noche, pero creía que no valía para nada más. Uno de los rasgos más característicos de su personalidad era su inexpresividad, cualidad que la ponía de los nervios si veía en otra persona. Podía estar anunciando que en un sangriento atentado con coche bomba habían muerto cientos de víctimas sin que se le viese el más mínimo ápice de lástima en el semblante. Inventaría cualquier cohete bautizado con nombre ruso para poder perderse por los cráteres del pequeño satélite que resta valor a los astros de los que siempre se rodea. Que no, que cuando no se está dispuesta a pestañear no tienen sentido los fonemas mudos. Que no, que el vaso de leche caliente, las galletas y la manta del sofá no son siempre la mejor solución al problema. Que no, que no hay que destrozar las hojas que se ha olvidado el otoño al marcharse. Que no, que te quiero no es una respuesta.

- No me has traído el periódico. –dijo él bruscamente.
- ¿Y qué? –sentenció.